jueves, 28 de febrero de 2013

La más grande injusticia terminó, la explotación de las domésticas.



Nací en 1964, he vivido 48 años, cuando muy pequeño mis padres trabajaban en el ingenio San Carlos, a una hora de Guayaquil, por fotos y relatos supe que mientras mi padres acudían a sus labores, era cuidado por la empleada de la casa, una mujer de nombre Aidé.  Mi memoria no recuerda esos tempranos momentos pero dicen que me inculco buenos hábitos, me levantaba a la misma hora que ella lo hacía, a las seis de la mañana y yo era su primera tarea, eso me hizo madrugador y poco gustador de permanecer acostado cuando ya salió el sol.  Esa debe ser una de las razones por las que mi madre la recuerda con gratitud.
Mi memoria solo recuerda desde mis tres años de edad y desde entonces ya no tuvimos empleada doméstica, hasta cuando me case y nació mi hijo Daniel.  Durante esos años mi percepción sobre las empleadas domésticas se limitaba al trato que recibían en las casas de mis compañeros y ese trato dependía de la educación de la familia, si mi compañero era educado y formal en el trato con los demás en el colegio, cuando visitaba su casa podía notar el mismo trato entre los miembros de la familia y un trato considerado y respetuoso a la empleada.  Pero en los casas de los compañeros más escandalosos, molestosos, engreídos, vagos y  perezosos el trato era descortés, humillante y abusivo.
Cuando nació mi hijo Daniel, mi esposa y yo trabajábamos por lo que contratamos una empleada para que lo cuide, yo no estaba acostumbrado a una empleada por lo que tenía del hábito de hacer las cosas por mí mismo y me daba por bien servido si la empleada cuidaba a mi hijo mientras estábamos en el trabajo, mantenía limpia la casa, cocinaba y lavaba la ropa, con eso yo consideraba su tarea terminada y si mi esposa o yo ya estábamos en casa la empleada podía retirarse así no haya cumplido las ocho horas, hacíamos esto porque a pesar de que siempre les pagábamos un poco más de lo establecido en la tabla salarial para las empleadas domésticas sentíamos que era algo injusto su salario.
En el año 2007 se decreta que el salario mínimo de las empleadas es el mismo que el de los demás trabajadores y la obligación de afiliarlas al seguro, hasta ese entonces nunca me detuve a pensar que pasaba si una empleada se enfermaba o llegaba a una edad de jubilarse,  porque nuestras empleadas eran mujeres jóvenes que no se enfermaban de nada grave y no se enfermaban más de un día seguido a la vez, también era raro que faltaran, creo que si les gustaba trabajar con nosotros, pues estaban todo el día solas en casa y podían ver televisión, escuchar música e incluso algunas hacían deberes pues estudiaban. Ninguna trabajo más de tres años, unas se casaban, otras terminaban sus estudios y conseguían otros trabajos, por eso nunca pensé en la necesidad de que empiecen a aportar al seguro para su jubilación.

Al principio, este decreto causo resistencia no solo entre los patronos, sino también entre las mismas empleadas por que muchas perdieron sus empleos, pero lo que estaban obteniendo se lo debíamos desde siempre cuando que se fijo su escala salarial en el escalafón más bajo y sin derecho al seguro social.  
No fue promesa de campaña, solo fue una demostración de justicia social y de que se iba a gobernar pensando en los más necesitados, en los que no tiene voz, solo rostro de sufrimiento y que ninguno de los otros quiso ver o se hizo el que no vio, , o porque no le dedicaron el tiempo necesario para gobernar, o porque no tuvieron la inteligencia ni el valor de hacerlo llámese Jaime, Oswaldo, León, Rodrigo, Sixto, Abdalá, Fabián, Jamil, Gustavo, Lucio o Alfredo.